En la habitación 219 reinaba el silencio, el silencio casi sepulcral que habitualmente reina en una habitación donde alguien se encuentra en coma. Para una habitación de hospital, al contrario que suele ocurrir de puertas para fuera, el silencio solía convertirse en el peor de los enemigos.
De 12:15 a 13:00 y a partir de las 20:00, esos eran los intervalos en los que el silencio dejaba lugar a las conversaciones, los ánimos y las bromas que el señor Arnold, amigos y familiares daban a Jack, esperanzados en que de un momento a otro, como si fueran los protagonistas de una película, llamaran gritando a la enfermera anunciándole que Jack había logrado despertar.
Habían pasado tres días desde que Cecilia salió de la sede de L&V sin previo aviso. Por un motivo que tal vez ni ella misma alcanzaba a comprender, no había vuelto al hospital, aunque se procuró conocer la evolución de Jack a través de las llamadas que de tanto en cuanto hacía al señor Arnold.
Durante esos tres días, los cuales permaneció sin salir de su habitación del hotel –excepto las horas de la comida- preparó una especie de plan en el que ninguno saliese descontento: Llamaría a Mark rogándole que se disculpase en su nombre ante L&V y le contaría lo sucedido, estaría con Jack visitándolo hasta que se restableciera, luego solicitaría una semana más de estancia en el hotel que, por supuesto, ella misma pagaría, retomaría sus reuniones en L&V, convencería a sus dirigentes de las propuestas que tenía en la cabeza y regresaría de nuevo a Barcelona ante la admiración de Mark y sus demás compañeros.
Realmente era un plan perfecto.
Nada podría salir mal.
O sí.
quién, oportunamente, había sufrido un derrame cerebral justo en sus narices. Las cosas no estaban, precisamente, saliendo como hubiese previsto.
Llegó a la conclusión de que, por pura estadística, o por simple cambio en su suerte, las cosas no podrían otra cosa que empezar a mejorar.
O no.