La visita de Elisabeth duró el tiempo que Cecilia
tardó en bajar con la escusa de algo para comer para dejarlos solos. No es que Jack
no se alegrase de verla, había pensado muchas veces en ese momento, no fue por
rencor, ni por despecho. Tampoco fue por timidez por el tiempo trascurrido, ni
siquiera por vergüenza de que el reencuentro se hubiese producido en un
hospital, no fue por nada de eso, simplemente fue, por nada. Había imaginado
durante los diez últimos años si algún día volvería a verla y como sería. Se
imaginaba diciéndole que seguía queriéndola, cogiéndole de la cintura y
robándole un beso que duraría minutos,
horas tal vez, quizás toda la vida.
Pero lo que ocurrió poco
se pareció al cuento de hadas que Jack había estado formando durante estos
años. Fue un encuentro educado, algo forzado tal vez, parecido a cuando ves a
tu mejor amigo de la infancia y te das cuenta de que pocas son las cosas que ya
os unen.
Elisabeth le contó que había
venido por trabajo durante tres meses, y que el señor Arnold le contó lo ocurrido
cuando preguntó por él en comedor del hotel. No hablaron nada del pasado, probablemente
ambos pensaron que siquiera merecía la pena.
Se despidieron con un
abrazo y un beso en la mejilla izquierda, prometiéndose mantener el contacto de
aquí en adelante.
De esta forma, Elisabeth abandonó
el hospital con el mismo sigilo con el que había entrado, pero con miles de preguntas
azotándole la cabeza.
Fue entonces, cuando el pomo
de la puerta se cerró y el ruido de la bisagra cesó, cuando Jack comprendió que
durante mucho tiempo se había agarrado a la imagen de la chica que vio partir a
París cuando apenas era un crio, añorando un amor que ni siquiera el mismo se había
dado cuenta que fue cesando lentamente. Pero por encima de todo se dio cuenta de
una cosa, y es que las heridas, aunque sean en el corazón, y aunque la cicatriz
sea gigante, siempre acaban curándose.
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