domingo, 29 de julio de 2012

Capítulo 9


Quedaban algo más de cinco minutos para que la hora en que había quedado con Cecilia diesen en el reloj cuando Jack llegó a la puerta de la recepción del hotel.



Había dos cosas en el mundo que Jack detestaba especialmente. La primera era escuchar un nuevo vaso estamparse contra el suelo y notar la mirada acusadora de su jefe, recordándole de fondo que este también tendría que correr de su cuenta y que, de seguir así, el hotel no iba a ganar para vasos.

La segunda cosa que Jack más odiaba en el mundo era esperar. Por una razón u otra, Jack se había pasado toda su vida esperando. De pequeño, al salir del colegio, tenía que esperar que su padre acabase su turno de vigilante para recogerlo, mientras sus compañeros cogían ya camino de sus casas. Luego, muerto de hambre, esperaba sentado en el taburete de la cocina que su madre acabase el plato del día, puesto que, debido a su trabajo en una relojería a la que casi tenía que cruzar Londres para llegar hasta ella, llegaba con el tiempo justo con el que preparar la comida. O como aquella vez, en la que para poder entrar en el equipo de baloncesto del colegio su entrenador le dijo que esperase un poco de tiempo hasta que alcanzase una altura más adecuada y entonces tenía su promesa de que entraría.



Pero sin duda, la vez que Jack odió esperar por encima de todas las demás fue cuando, diez años antes, Elisabeth le prometió que lo llamaría nada más aterrizar en París.

Se habían conocido en el instituto, donde Elisabeth destacaba por encima de sus compañeros y poseía un increíble carisma que habían levantado la admiración de más de uno, y la envidia de alguna que otra.

Empezó a salir con Jack en uno del los inviernos más atípicos que se recuerdan por allí, donde el uso del paraguas apenas fue necesario durante meses, y su relación fue, llamémosle, parecida a ese invierno.

Fue una tarde de mayo cuando Elisabeth le comunicó que para el curso siguiente tendría que cambiar de instituto, algo que Jack, aunque algo disgustado, pareció aceptarlo, quizás pasaban demasiadas horas juntos y de todos modos se verían todas las tardes. Lo que Jack no había terminado de escuchar era que el nuevo destino de Elisabeth no era el instituto de un barrio cercano, ni siquiera de una ciudad próxima, Elisabeth se iba a París. Fue entonces, desde el momento que la muchacha llegó a tierras francesas, cuando Jack aprendió verdaderamente lo relativo que puede ser el significado de la palabra esperar.





Puedes esperar en la cola del cine que te toque tu turno, y esos diez minutos pueden ser los más largos de toda tu vida, o esperar noticias de un ser querido que está siendo atendido en un hospital. Puedes simplemente esperar frente al microondas como estallan las primeras palomitas, o como suena el teléfono de alguien al que quieres tranquilizándote de que su viaje ha ido bien. A veces la espera es corta, y casi sin darte cuenta dejas de esperar. Para Jack, desde que Elisabeth se fue, lo más duro era esperar a las personas. A veces puedes esperar a alguien en el cruce de una calle un solo par de minutos. A veces puedes esperar a alguien toda la vida.

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