Quedaban algo más de cinco minutos para que la hora
en que había quedado con Cecilia diesen en el reloj cuando Jack llegó a la
puerta de la recepción del hotel.
Había dos cosas en el mundo que Jack
detestaba especialmente. La primera era escuchar un nuevo vaso estamparse contra
el suelo y notar la mirada acusadora de su jefe, recordándole de fondo que este
también tendría que correr de su cuenta y que, de seguir así, el hotel no iba a
ganar para vasos.
La segunda cosa que Jack más odiaba en
el mundo era esperar. Por una razón u otra, Jack se había pasado toda su vida
esperando. De pequeño, al salir del colegio, tenía que esperar que su padre
acabase su turno de vigilante para recogerlo, mientras sus compañeros cogían ya
camino de sus casas. Luego, muerto de hambre, esperaba sentado en el taburete de
la cocina que su madre acabase el plato del día, puesto que, debido a su
trabajo en una relojería a la que casi tenía que cruzar Londres para llegar
hasta ella, llegaba con el tiempo justo con el que preparar la comida. O como aquella
vez, en la que para poder entrar en el equipo de baloncesto del colegio su
entrenador le dijo que esperase un poco de tiempo hasta que alcanzase una
altura más adecuada y entonces tenía su promesa de que entraría.
Pero sin duda, la vez que Jack odió esperar
por encima de todas las demás fue cuando, diez años antes, Elisabeth le prometió
que lo llamaría nada más aterrizar en París.
Se habían conocido en el instituto,
donde Elisabeth destacaba por encima de sus compañeros y poseía un increíble carisma
que habían levantado la admiración de más de uno, y la envidia de alguna que
otra.
Empezó a salir con Jack en uno del los
inviernos más atípicos que se recuerdan por allí, donde el uso del paraguas
apenas fue necesario durante meses, y su relación fue, llamémosle, parecida a
ese invierno.
Fue una tarde de mayo cuando Elisabeth
le comunicó que para el curso siguiente tendría que cambiar de instituto, algo
que Jack, aunque algo disgustado, pareció aceptarlo, quizás pasaban demasiadas
horas juntos y de todos modos se verían todas las tardes. Lo que Jack no había terminado
de escuchar era que el nuevo destino de Elisabeth no era el instituto de un
barrio cercano, ni siquiera de una ciudad próxima, Elisabeth se iba a París. Fue
entonces, desde el momento que la muchacha llegó a tierras francesas, cuando
Jack aprendió verdaderamente lo relativo que puede ser el significado de la
palabra esperar.
Puedes esperar en la cola del cine que te toque tu
turno, y esos diez minutos pueden ser los más largos de toda tu vida, o esperar
noticias de un ser querido que está siendo atendido en un hospital. Puedes
simplemente esperar frente al microondas como estallan las primeras palomitas,
o como suena el teléfono de alguien al que quieres tranquilizándote de que su
viaje ha ido bien. A veces la espera es corta, y casi sin darte cuenta dejas de
esperar. Para Jack, desde que Elisabeth se fue, lo más duro era esperar a las
personas. A veces puedes esperar a alguien en el cruce de una calle un solo par
de minutos. A veces puedes esperar a alguien toda la vida.
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